jueves, 28 de octubre de 2010

Los caminos de la vida

Muchas veces me he preguntado a mí misma qué es lo que nos hace decidirnos por algunas cosas en nuestra vida. He hablado en muchas ocasiones de los caminos que se van presentando ante nosotros y la decisión de tomar uno u otro y lo que afecta dicha decisión.

Y una vez más me gustaría analizar, lo más fríamente (lo dudo yo misma) posible, este tema visto los acontecimiento que he vivido estos últimos días.

El viernes pasado reconocí a mucha gente de mi pasado. Como escribía en mi entrada anterior, tras los ojos de muchos de mis compañeros reconocí a aquellos jóvenes que con veintipocos años compartieron conmigo los magníficos años de Universidad. Me pregunto cuán distinto habríamos sido si en aquellos años ya hubiésemos dispuesto de Internet como tienen los universitarios hoy. Es seguro que aunque fuese de una forma virtual, los lazos se habrían mantenido y no me hubiese sentido, solo durante un instante, una intrusa.

Analizando las vidas de los compañeros con los que tuve la suerte de hablar me doy cuenta de que soy la única que optó por la docencia en la Secundaria. No sé si por desconocimiento de las utilidades de nuestra titulación o por falta de vocación lo cierto es que casi todos optaron por la función pública o por el ejercicio del derecho en todas sus posibles ramas: Abogados, jueces, notarios, profesores de Universidad. Una generación, la del 67 tan prolífica como masificada en unas aulas que nos obligaban a sentarnos en las escaleras. Eché de menos a tantos y tantos amigos.

Y también me pregunto qué me apartó del Derecho.

En aquella reunión recordé a los nuevos profesores (antiguos compañeros) la anécdota que me obligó por autoimposición a seguir con unos estudios que no me gustaron desde el primer momento. Cabezota como soy y enemiga de dejar las cosas a medias, me obligué a seguir en la facultad si conseguía aprobar una sola asignatura en mi primer año. Lógicamente de no haber pasado esa primera materia me habrían echado de la facultad y no sé qué camino habría cogido entonces.

Y llegó mi querido profesor de Derecho Civil de primero. Le puso una flecha a mi vida aprobando a toda la clase y cerrando otras posibilidades para mí. Yo no había previsto eso, pero al haberse cumplido el requisito que me había marcado, tuve que seguir.

El hecho de haber trabajado siempre mientras estudiaba me apartó un poco de las relaciones sociales en la facultad. Siempre corriendo para llegar a trabajar en el colegio, ya fuera en el comedor, como en la cocina, en la secretaria, en la biblioteca… Si a eso le uno mi agitada vida deportiva que me mantenía ocupada con gimnasios y piscinas, correr por el parque o sesiones de cualquier actividad organizada por el Sadus. (Servicio de actividades deportivas de la Universidad de Sevilla). hizo que conservase y alimentase pocos amigos de esa etapa.

Así que dejé que los años pasasen y un miedo interior a no acabar nunca se fue apoderando de mí. A los cinco años los compañeros de mi promoción se fueron marchando. Me apunté al viaje a Madeira que ayudé a organizar y disfruté como si verdaderamente hubiese acabado con ellos, pero no era así. Todavía quedaba muchas cuestas que subir y muchas montañas que flanquear. Y la decisión de terminar se convirtió a la vez en un suplicio y en una obligación.

Y entonces mi padre me pidió que trabajase con él. En aquel momento él ejercía más de abogado al haberse jubiliado de la función pública y esa era una oportunidad muy importante para aprender el verdadero derecho, el que se aplica, no aquellos mamotretos que nos obligaban a memorizar en la universidad. Mis hermanos mayores apoyaban económicamente aquel aprendizaje pagándome una pequeña asignación para que que no tuviera que ir tantas horas al colegio y no fuese una excusa más para eludir mi enfrentamiento directo con la realidad jurídica.

Y durante unos cuantos años aprendí mucho, sobre todo a moverme por juzgados, por el Colegio de Abogados (donde ya me cruzaba con excompañeros), a redactar demandas, recursos…y demás asuntos. Pero sobre todo aprendí que aquello no era mi mundo. No servía para abogada y aquel rodaje me hizo más difícil todavía enfrentarme a las asignaturas que me quedaban. Siempre buscaba actividades alternativas que eternizaban mi paso por la Universidad, como trabajar ocn una agencia de viajes o hacer de fotógrafa. En los pasillos me cruzaba con profesores que habían estudiado conmigo y creo que la vergüenza me atenazaba aún más.

Y entonces decidí dejarlo todo y enfrentar el toro por los cuernos. Dejé de trabajar y me aislé durante un tiempo hasta acabar. Y lo hice…Acabé. La liberación que sentí fue algo increíble. Ya tenía el dichoso papelito (que todavía mantengo enrollado en un tubo de cartón) que me liberaba.

Y descubro que con mi título puedo dar clases. Y empiezo a hacer cursos, estos sí con ilusión, sobre Lengua española, Ciencias sociales…que me acrediten…

Aquel descubrimiento fue un camino nuevo que se me abrió. Tras tantos años de amargura, sintiendo que estaba defraudando las expectativas de mis padres al no tomar el relevo en la abogacía, encontré algo que me gustaba, y que con el paso de los años me ha ido gustando más y más.

Y empecé a sentirme bien conmigo misma. El contacto con adolescentes me hizo más realista y a la vez más idealista. Mi experiencia en el despacho me había abierto la mente a un mundo en el que la delincuencia, los maltratos, la violencia, etc, en muchos casos provenían de una adolescencia mal dirigida. Y se convirtió en un reto para mí no solo enseñar lo que las leyes me obligaban, sino también, y más importante, formar a seres humanos con valores, con ilusiones, con metas y con confianza suficiente para conseguirlas.

Y creo que no lo hice mal. En los 14 años en los que llevo dando clases han pasado por mis aulas unos cuantos cientos de alumnos y alumnas que han dejado huellas imborrables en mí. Lo más seguro es que me cruce con ellos y no sea capaz de reconocerlos en los hombres y mujeres que ahora serán, pero espero que yo haya sido para ellos una puerta abierta en los caminos que suponen sus vidas y que el mensaje que quise transmitirles cuando eran jóvenes alocados e irreflexivos haya fructificado.

Como me suele pasar cada vez que escribo, nunca se corresponden mis intenciones iniciales con el resultado de mi escrito, pero supongo que por eso me gusta hacerlo, por lo imprevisible del resultado.

Como conclusión quisiera reflexionar desde el punto de partida. No soy la que empezó la carrera, ni la que acabó. Las puertas se fueron abriendo y cerrando a lo largo de mi vida para llevarme a donde estoy. Y me siento satisfecha, porque en el fondo, sí he contribuído un poco a que este mundo sea algo mejor.

sábado, 23 de octubre de 2010

De la memoria al presente.


En estos últimos días he vuelto a sentir que algo va a cambiar. Episodios del pasado vuelven a mí de muchas maneras y trato de darles sentido de la forma más racional posible.
Pero una vez más no puedo dejar que sea la razón la que vaya dando las respuestas a los muchos interrogantes que se me van planteando.
Lo primero ha sido el volver a un pasado que ni siquiera viví pero que, en cierta medida, me conforma como soy. Lo segundo un reencuentro que ha permitido que resetee ciertos complejos que conservaba desde hace muchos años y que personas del pasado, sin ni siquiera ser conscientes de ello, me han ayudado a desterrar.
El primer acontecimiento que me ha hecho reflexionar mucho estos días ha sido la lectura de las memorias escritas por mi abuela a sus 83 años, en el año 1968. En aquellos días yo estaría balbucenado mis primeras palabras o trataba de mantenerme despierta algunas horas del día, en unos momentos en que las revoluciones bullían por Europa.
Mi abuela Hermenegilda narraba su primera infancia acaecida a finales del siglo XIX. Relataba las dificultades por las que pasó en un entorno medieval (un barrio de un diminuto pueblo a las faldas del sistema central, que pertenecía a Segovia). La sencillez de su relato me trasladaba a otro tiempo y lugar sin dejar de ser consciente que aquella mujer, luchadora, parió a mi padre y forjó al magnífico ser humano en el que se convirtió. Aquella mujer a la que dicen que me parezco física e interiormente, narraba los miedos que pasó durante la Guerra Civil cuando, abandonando todo en el pueblo de la sierra madrileña donde nació mi padre, tuvo que cruzar las montañas, de noche, para salvar la vida de toda su familia. Sin entrar en política ella veneraba a quienes le salvaron la vida y siempre hay que entender las ideas de todos sus descendientes con respecto a aquella cruel y dolorosa guerra y sus consecuencias.
También llegaron a mis manos las memorias de dos de mis tíos (las de mi padre las leí hace mucho y su filosofía vital me ha marcado siempre) mucho más realistas y descriptivas de la sociedad de las primeras décadas del siglo XX. Hombres jóvenes y luchadores contaban los temores que le suponían cuidar a las cabras al raso, durmiendo sobre el suelo de la montaña para tratar de ayudar a su numerosa familia que trataba de prosperar en un entorno duro y pobre. En todos los casos mi abuela y mis tíos, como siempre predicó mi padre, se apoyaban en su fe para aceptar los designios más o menos duros que la vida les traía.
He descubierto el Madrid de los cincuenta, con sus transformaciones urbanísticas, de mano de los que, con su propio esfuerzo, lo forjaron. También como el tesón y la voluntad hizo que unos niños pobres, hijos de agricultores y cabreros, se convirtieran en hombres honestos, brillantes, luchadores y generosos.
El descubrimiento y análisis de esas vidas me hacen meditar sobre la mía. Me pregunto qué he aportado yo a este mundo para hacerlo mejor. Mi sociedad no es la que ellos vivieron pero por mi sangre corre la misma sangre de aquella mujer o de aquellos hombres que marcaron a todos los que convivieron con ellos. Siento que debo hacer algo que me trascienda como una responsabilidad ante mis antepasados. Gracias a ellos soy la que soy, con mis pobrezas y mis riquezas, con mis debilidades y mis grandezas...
Pero no todo acaba ahí.
El segundo acontecimento ha sido el reencuentro con mis compañeros de facultad. Tal y como me pasó hace cuatro años con las compañeras del colegio he sido consciente de mí misma como nunca.
Atrás quedó aquella Irene insegura que se paseaba por la Facultad de Derecho de la Fábrica de Tabaco, perdida entre clases que no le gustaban y una obligación autoimpuesta de no dejar que nada le rindiese. Al igual que en aquella otra reunión alguien se encargó de hacerme ver como yo era, como me veían ellos y ellas, y esa imagen distaba años luz de la que yo pensé que proyectaba. Creo que en aquella carpa donde celebramos la reunión dejé muchas de las inseguridades que me atenazaban y recuperé una felicidad interior que no recordaba. Tengo que agradecerle a todos los compañeros la amabilidad con la que me trataron. Con muchos no había hablado en mi vida, pero al mirar a sus ojos he podido reconocerlos en otros hombres y mujeres que compartieron conmigo momentos de mi vida que me marcaron como ser humano. Esa regresión a mi pasado me ha hecho revivir, resoñar, reilusionarme y reencontrarme con personas estupendas que también contribuyeron a ser de mí quien soy.
Y sé que de ambos acontecimientos voy a sacar algo positivo. De hecho mi mente no deja de bullir y se me ocurren muchas ideas nuevas. Es momento de cambio y las cosas pasan porque tienen que pasar