martes, 15 de septiembre de 2020

Deshumanización

Ha pasado más de un año desde la última vez que escribí una entrada en este blog y hoy, tras muchas vivencias pasadas he sentido la necesidad de volver a expresarme a través de este vehículo.
La vida ha cambiado tanto en este año para mí, que, de repente, vivir un cambio colectivo tan impactante como el horror de esta pandemia, descalabra cualquier sueño, cualquier proyecto, todos los planes posibles...
Y hoy, a punto de reiniciar la actividad escolar a tiempo completo en el curso del Covid, he de reflexionar sobre los infinitos cambios que hemos introducido para 2020/2021.
Porque lamentablemente ha llegado la deshumanización global.
He llorado profundamente la falta de abrazos de los últimos seis meses, el no poder besar a mis amigos en los reencuentros, no poder susurrar al oído los sueños, ver la sonrisa en los labios de las personas a las que quiero o simplemente ver al ser humano con el que interactúo en mi día a día.
Pero mucho más impactantes han sido para mí los dos primeros días del curso. Niños ordenados, secuenciados como si fueran las cadenas del ADN del virus, separando los corazones y apagando las sonrisas tras filtros, coloridos o no, que abortan tanto las risas como la tristeza. 
Ya no puedo saber si un niño está triste, porque la riqueza de la expresión facial ha sido robada con alevosía de la nueva infancia. Tan duro ...
Me dicen que para los niños eso llegará a ser normal, pero no sé si eso me da más miedo.

Los he visto jugar a los relevos en un patio falsamente fragmentado con conos que representan muros de burbujas. Suena hasta poético, pero no deja de ser el aislamiento de cada niño del resto de sus compañeros de cole. Ya solo pueden jugar con los de su clase, y si quieren correr debe ser siempre con la boca tapada. Y no se puede beber en las fuentes del patio, por lo que la botella de agua se ha hecho perpetuamente presente si no se quiere sucumbir a la deshidratación.
Y ha sido curioso observar como ya no veo pájaros posados en los alrededores del patio. Antes estaban expectantes a los recreos, a ese patio que quedaba repleto de miguitas de pan sobre la que saltaban las aves en el momento en el que no había nadie. Ahora los niños comen en el aula antes de salir, porque al salir deben llevar las mascarillas. Ya les había tenido que resultar raro a los pájaros de siempre esas vacaciones a destiempo y tan sumamente largas. Probablemente ya no están porque han emigrado a otra zona de Sevilla.
Hoy ha sido muy difícil contener las lágrimas al ver como esta pandemia está robándole a estos niños y niñas una infancia normal de verdad.
Ya nadie tose, ni se atreve a estornudar aunque solo sea porque una pelusa de la mascarilla se coló en la nariz. 
Todos tratamos de imponernos una disciplina casi de película de terror, sin atrevernos absolutamente a nada que no esté recogido en los protocolos, que se deben de readaptar a medida que la realidad se va mostrando, tan cruel, tan implacable...
Casi no reconozco mi vida y es muy complicado readaptarse con mi edad a todas esas nuevas cosas que tenemos que empezar a hacer y sobretodo, lo más duro de todo, tener que dejar atrás aquellas cosas que siempre hacíamos.
Hace pocos días empezó un programa de talentos en la tele. Me llegaron algunos fragmentos del mismo por mis redes sociales y decidí ver ese programa que nunca antes veía. 
¿Por qué ahora, pensé? Y la razón fue que en aquel fragmento pude ver muchas risas, a mucha gente abrazándose y besándose, no había mascarillas ni distancia de seguridad...y me invadió tal nostalgia que quise embriagarme de esa "antigua normalidad" viendo el programa entero, a pedacitos, como en pequeñas dosis, regalándome esas muestras de afecto, esa cercanía entre los seres humanos, como si fuese una droga emocional.

Cuando se decía esa manida frase de que no se valoran las cosas hasta que se pierden, no éramos conscientes de la dimensión que dicha frase podría tener para las cosas más sencillas y que antes ni se cuestionaban. Y nos ha venido de pronto, a porrazos brutales, esta nueva vida.
Y pienso que de haber pasado estando viva mi madre habría sido aún peor, porque el miedo a perderla, o a contagiarla, habría sido terrible. 
Pero entre otro de los grandes cambios de mi vida está esa gran pérdida que pasó poco antes de aquel encierro. Mi madre se marchó como una señora, sin ruido y a tiempo de no ver este nuevo mundo, muchos más horrible que el anterior. Tuvo su despedida, tres despedidas en realidad,  y permitió que los que seguíamos enganchados a su amorosa falda, nos tuviéramos que despegar para volar y afrontar todo lo que vino poco después...tan oportuna.
Ha llegado la nueva normalidad, y la estoy odiando cada día que pasa, porque no puedo dejar de llorar por todo lo perdido, por todo lo que veo, por las infancias robadas, las muertes en soledad, la ausencia de abrazos y besos, de darle la mano a un extraño y detectar su personalidad si te la aprieta fuerte o no. Esos detalles que no sé si llegarán a volver algún día. 
Nos estamos deshumanizando y siento que no llegaré a tiempo de ver de nuevo a la humanidad tal y como era antes, a veces odiosa, pero en general, maravillosa.