lunes, 25 de junio de 2012

Plantando semillas

Dice mi curriculum que soy docente. Y debo de creer que así es puesto que cobro mi salario de la Consejería de Educación.
Vale, Soy docente.
¿Y porqué tengo la impresión de que soy mucho más que eso?...
Según el Diccionario de la Real Academia Española docente proviene del latín: docens, -entis, part. act. de docēre, enseñar.
Sus acepciones actuales se limitan a dos:

1. adj. Que enseña.
2. adj. Perteneciente o relativo a la enseñanza.
Y es ahí donde yo pienso que este adjetivo limita mucho mi labor en el desempeño diario de mi actividad laboral.
Cada mañana firmo la entrada en mi trabajo, como cualquier persona que tenga la suerte de tener un puesto de trabajo en España en estos días. Se supone que tengo un horario establecido que ha de ser cumplido en su integridad y también se supone que debo desarrollar una tarea más o menos planificada.
Sí, digo que se supone.
Pero no es así.
¿Saben cuál es su propósito de vida?. Creo que hasta hace un par de años yo tampoco lo sabía pero una serie de circunstancias personales y laborales me hicieron tomar conciencia de cuáles eran los motivos por los que yo estaba dando clases en ese colegio en particular.
En un principio mi formación académica iba orientada hacia la abogacía. Cuando uno tiene 18 años y le toca decidir qué quiere estudiar, si se ha criado con nueve hermanos que requieren la misma atención, pronto renuncia a sus sueños y se vuelve realista.
Eso me pasó a mí.
Mi padre era abogado y decidí renunciar a estudiar Periodismo o Historia por dos motivos bien diversos. Desistí de lo primero porque todavía no existía esa carrera en mi ciudad, y de la segunda opción  porque ya tenía un hermano historiador  y con poco futuro en su horizonte laboral.
La vida fue fluyendo, pues, hacia los estudios de Derecho. Pero nunca me gustó. A trancas y barrancas hice esfuerzos descomunales por estudiarme auténticos ladrillos de Derecho Administrativo o Fiscal que nada me aportaban pero que sumaban frustración a mi existencia. La práctica diaria en el despacho de mi padre confirmaba que aquello no era lo mío, ya que implicaba llevar siempre una máscara de hipocresía que me hacía sentir incómoda.
Ya entonces trabajaba en el mismo colegio donde trabajo hoy. Mis labores eran bastante mecánicas, barría, fregaba platos, vigilaba recreos y comedor...para sacarme unos dinerillos que me permitieran hacer frente a mis gastos.
Pero el contacto diario con los niños del colegio, el observarlos crecer y hacerse hombres  y mujeres sembró en mí el gusanillo de la docencia.
Y llegó la Eso (Educación Secundaria Obligatoria). Y para entonces el colegio necesitaba licenciados superiores y rauda como gacela me apunté al Cap e hice cuantos cursos necesitaba para habilitarme para dar clases en esa nueva etapa educativa.
Desde entonces mi concepto sobre la docencia ha cambiado mucho, al igual que lo han hecho las distintas generaciones a las que he visto convertirse en hombres y mujeres.
Si bien durante los primeros años todas mis horas iban orientadas a la trasmisión de distintos saberes a mis alumnos, pronto descubrí que de vez en cuando merecía la pena perder una hora de “docencia pura”, para trasmitir a mis chicos y chicas saberes de los “buenos”, de los que te hacen crecer como ser humano.
Tras 13 años desempeñando estas labores, llegó mi crisis personal.
Perdí la visión durante un tiempo y todo mi mundo se volvió del revés. Y comencé a crecer interiormente, a creer en mí y a ser consciente...
La situación laboral iba a la par de la crisis personal y en un momento dado de mi vida entendí que lo que estaba dentro, se reflejaba fuera y que las cosas debían cambiar para dejar de tocar el infierno.
Y mis chicos aparecieron como balsas a las que agarrarme. Fui consciente de que muchas de aquellas semillas que planté hace años estaban ahí para sostenerme cuando sentía que todo se derrumbaba.
Muchas de aquellas semillas que lancé a tierras sobre las que nadie pensaba que saldría fruto, se habían convertido en seres maravillosos que me mostraban que mi sitio y mi labor eran esos: ayudar a otros seres humanos que la vida ponía en mi camino a convertirse en adultos llenos de valores, preparados para ayudar, a su vez, a otras personas y ampliar así la cadena de amor que hace tanto se inició.
En los dos últimos años, desde que soy consciente, mi vida se ha orientado más que nunca a esa labor tan bonita que se me encomendó. Lo que yo consideré en su momento un castigo laboral se ha convertido, a la larga, en el mayor regalo que me pudieron hacer, ya que con mi supuesta separación de la docencia (la que implicaba impartir horas y horas de materias diversas) se me acercó, justamente, a los chicos y a las chicas que más me necesitaban.
Y aquí ando, feliz, sembrando semillas que sé que darán como fruto a hombres y mujeres excepcionales que nos enseñarán que entre todos se puede hacer un mundo mejor. Y no importa tanto si se aprende o no la fecha de tal o cual acontecimiento, porque el mensaje importante es que deben quererse más a sí mismos para poder amar más a los demás y convertirse, a su vez, en buenos plantadores de semillas.

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