Cambié de trabajo, y cuando trabajo, trabajo mucho. Pero ese trabajo (y redundo con conciencia) me ha cambiado la vida para bien.
Es cierto que muchos días, cuando abro los ojos, no sé dónde estoy y tengo que analizar en un microsegundo si me toca madrugar, si estoy en mi casa y puedo dormir más, o en algún hotel de Europa y toca ponerse en marcha antes del amanecer.
Pero esa incertidumbre del microsegundo no opaca para nada que ninguna de esas opciones me fastidia lo más mínimo.
Me gusta amanecer en los hoteles, saludar a los viajeros a los que acompaño en el desayuno, ponerme nerviosa cuando detecto que el que siempre llega tarde aún no bajó a desayunar y me va a tocar ponerme la careta de guía pesada que insiste en la necesidad de ser puntuales por el bien de todos.
Pero esa cara me dura poco porque es subirme al autobús, tomar el micrófono para explicar qué vamos a hacer ese día y todo mi universo interior se transforma. Me siento feliz y no me pesan las horas en el autobús durante muchísimos kilómetros.
La ilusión de cada uno de los viajeros retroalimenta la mía porque estoy deseando ver sus caras cuando ven por primera vez, muy a lo lejos y pequeñísima, a la Torre Eiffel, y después cuando la fotografían mil veces desde el Bateau Mouche toda iluminada e imponente. Es tal el gozo en sus caras y en sus cuerpos que yo me siento una privilegiada por poder compartir sus sueños.
Lo mismo ocurre cuando los ves maravillados al ver la nieve por primera vez, cuando la tocan, porque en sus países de origen o directamente no hay nieve o está a tal altitud que no pueden subir por problemas de salud. Ver a hombres de 60 años con lágrimas en los ojos por tocar la nieve por primera vez en su vida es realmente una experiencia increíble.
Y en los periodos en los que no estoy trabajando ahora puedo disfrutar de mi ciudad, de pasear en horas que antes me amarraban a un horario y, sobretodo, me permite viajar (como si no viajase ahora bastante) a precios ultra baratos (eso sí, que no te pille un apagón general y te dejen varada en cualquier sitio).
Por eso este año he podido hacer lo que antes no hacía, visitar a Carmen a Tenerife, ir a Pinilla en primavera, llevarle el coche a Paula a Ibiza y disfrutar de la isla, sentime libre muy libre de hacer lo que me hace feliz.
Por eso hoy, mientras estoy tumbada en la arena de la playa de esta Isla tan bonita, he meditado y he querido valorar lo que tengo hoy. Quizás no tengo una pareja a mi lado que comparta estos viajes, no tengo dinero para ir a Costa Rica que es un sueño que tengo pendiente, pero tengo amigos por todos lados, mis compañeros guías, algunos de los chóferes que me han acompañado y que ahora son personas a las que aprecio de verdad, guías locales de muchas ciudades europeas que me reciben con cariño y con los que comparto momentos maravillosos que valoro.
Porque a veces no somos conscientes de que esto es la vida: vivir cada presente en su mismo momento, disfrutar cada bocado de comida nueva que pruebas por primera vez, aprender una palabra nueva en un idioma que nunca antes habías oído e investigar y conocer nuevas culturas para poder transmitirlas a los nuevos compañeros de viaje.
Cada tour que hago me siento más grande, más sabía, más llena y, sobretodo, más feliz.