sábado, 21 de julio de 2012

Un capitulillo cualquiera

James Lewis estaba tirado en la calle. Desde esa mañana tenía el convencimiento de que ese día de diciembre de 1842 sería el último que vería amanecer. Aún así, sentado en aquella calle, conseguía vislumbrar las sombras de las personas que se apresuraban para llegar a casa lo antes posible, primero para no congelarse y segundo para cenar todos juntos el día previo a la Navidad.
Los últimos días habían sido especialmente fríos en Chester, y James envuelto en un revoltijo de mantas y abrigos sucios y malolientes, ajados por la exposición a la intemperie por largo tiempo, se acurrucaba junto a las murallas romanas de la ciudad. En sus sueños era capaz de imaginar el crepitar del fuego en la gran chimenea de su casa y creía sentir que sus dedos se desentumecían ante el calor que la misma desprendía. Entre los mismos visualizaba una gran copa de cristal fino, con un líquido oscuro y oloroso que le ayudaba a calentar su cuerpo desde dentro.
Su realidad, sin embargo, distaba tanto de aquella escena que recordaba, que se preguntó cómo había llegado a la situación en la que se encontraba. Era odiado, olvidado, abandonado. Estaba solo,  apenas tenía unos chelines en el bolsillo para procurarse algo para comer. No le quedaban amigos, ni familia que lo apreciase.
¿Cómo era posible que hubiese llegado a esa situación en tan solo cinco años? ¿Qué pasó con las fábricas que creó, la riqueza que consiguió, su gran mansión familiar, sus caballos y sus carruajes?
De aquello no le quedaba nada. «Ni siquiera un poco de dignidad» — pensó — «El día que perdí mi reloj y tuve que extender mi mano para reclamar unas monedas perdí lo único valioso que realmente tenía. El respeto por mí mismo»

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