jueves, 8 de diciembre de 2011

Cánticos en la madrugada

Un mástil de bandera caracoleando en el aire. El aire de la noche se agita a su paso y un frío cortante se acerca a besar las caras emocionadas del público. El olor a dama de noche acompaña la copa de vino, solera, que nos han servido en una bodeguita cercana. En lo alto del pedestal Don Juan Tenorio, abrigado con la capa de tuno, escucha con atención los acordes que varias decenas de voces masculinas le dedican esta noche.

He vuelto a vivir la magia de una noche que había olvidado. Tras más de 20 años viviendo este evento lejos del centro de Sevilla, he recuperado el estremecimiento que los cánticos nocturnos de los tunos ante la imagen de la Inmaculada Concepción me producen. Y en la plaza del Tenorio, en el lateral de los Jardines de Murillo, en la acogedora plaza de Santa Marta, sentada en la base de piedra que sostiene la cruz, o en los distintos rincones del barrio de Santa Cruz de Sevilla he vuelto a disfrutar de una jornada inolvidable. Ni el frío cortante de la noche, ni el dolor agudo de mis desacostumbrados pies ante la elección del coqueteo antes que la comodidad, han podido evitar que la noche pasada haya sido emocionante para mí. He cantado, he observado a miles de hombres que durante una noche se nan volcado en entonar canciones para todos, con emoción, con alegría, con pasión.
Me he regocijado ante unas letras profundas, que me evocaban historias de amor, de ilusión, alegría...
Y he sido una vez más consciente de todo lo que pasaba, de lo que veía, de lo que sentía, olía o escuchaba. Los trajes intemporales de unos tunos que se alejaban definitivamente de la imagen del estudiante universitario que yo recordaba. Eran los mismos de siempre, los que yo veía hace 25 años, hombres entrados en la cincuentena que se resisten a que una tradición tan bonita se pierda ante la desidia de la mayoría de los estudiantes universitarios de hoy. De estos alumnos de ahora que prefieren disfrutar de una botellona bien servida en cualquier aparcamiento de Sevilla que renunciar a sus herrajes auriculares o labiales, para mostrar la imagen de un estudiante encapado, con lazos de colores, bordados por la novia o la madre, o pantalones bombachos de terciopelo.
Solo algunos más jóvenes se han atrevido a apuntarse a la tuna que les corresponde. Casi imberbes sus ropajes los señalan como novatos, pero en la pasión de su cantar se vislumbra la savia nueva que mantendrá esta tradición tan sevillana, uno más, sin duda de nuestros tesoros inmateriales.
Debo repetir, cámara en mano, el próximo año. Recuperar una velada mágica desde todos los ángulos (excepto el del dolor de pies). Disfrutar del tonteo que unos tunos bien cargados de efluvios etílicos se esfuerzan por superar. Reír ante los piropos de unos jóvenes espontáneos que han adquirido la vestimenta de algún otro tuno veterano que entrado en las carnes de la edad tuvo que renunciar a ella y adquirir algo más holgado que les permitiese seguir, una año más, cantándole a los sevillanos.

Estos primeros, ni saben cantar como los auténticos, ni bailan la pandereta con la misma gracia de los veteranos, pero se esfuerzan por participar colándose en las plazas en los interludios oficiales, para amenizar a un público que vitorea cualquier intento.
La noche ha sido mágica y si no la recomiendo a todos mis seguidores, es porque si se llena más, me quedaré sin poder disfrutar tan cerquita de esta joya sevillana. Cada año, la noche del 7 de diciembre...

1 comentario:

  1. Muy bien descrito y sentido...Para mí también fué mágica. un beso

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