Quedábamos a las cinco de la tarde en el ayuntamiento. La hora elegida se justificaba porque en aquellos días todos los niños cumplíamos rigurosamente con las dos horas de digestión y antes nuestros padres no nos dejaba ir a bañarnos. El grupo de niños de entre 10 y 13 años podía variar, pero, como hormiguitas comenzábamos a formar una larga línea que partía hacia el río. El camino bajo el sol de la tarde nos calentaba lo suficiente para desear meternos en las gélidas aguas del Lozoya. El paseo hacia nuestro destino era simplemente maravilloso. Orientábamos nuestros pasos hacia el pantano para acortar el camino hacia la poza. Las veredas dibujadas a fuerza de mucho pasar nos marcaban el camino a seguir. Así, en fila india, conseguíamos sortear los cardos que picaban nuestras piernas desnudas, aunque a veces, alguna vaca desaprensiva, soltaba sus restos sobre aquel caminito estrecho que utilizábamos.
Era una auténtica carrera de obstáculos. Cuando el pantano crecía mucho por haber sido un invierno especialmente lluvioso y las nieves del Peñalara todavía soltaban jugo en agosto, nos obligaba a dar un rodeo que era posible que nos acabase costando algún arañazo nuevo al tener que cruzar por zonas de zarzas. Lo normal, sin embargo, era cruzar por una valla de piedras que tenía estratégicamente colocadas algunas para que pudiésemos colocar nuestros pies y saltar al otro lado. Como hormiguitas saltarinas, el grupo de niños saltábamos hacia un prado libre de excrementos, en el que los domingos se plantaban muchos domingueros a tomar el sol.
Nuestro camino seguía atravesando un pequeño arroyo, paralelo al río, por un pequeño puentecito de apenas dos palmos de anchura y un metro de altura, que estaba hecho con un par de vigas de obra unidas por cemento. Siempre me dio un poco de miedo cruzar aquel puentecito, pero yo, con mis doce o trece años, ya no tenía edad de acobardarme ante un reto que ahora veo tan ridículo.
Así llegábamos a las presillas. Cuando era pequeña aprendí a nadar en esas aguas y me gustaba mucho ver a las truchas intentar subir por las esclusas que estaban en la presa para dicho cometido. Siempre me sorprendió ese hecho, porque no entendía como unos pequeños peces eran capaces de saber por dónde tenían que subir.
Pero esas presillas ya eran demasiado poco emocionantes para el grupo de muchachos y muchachas que nos reuníamos. Nuestro objetivo era la poza. Esa poza de aguas cristalinas y heladas que cada día mostraban una cara diferente. Al menos yo lo recuerdo así. Para llegar todavía teníamos que pasar con una puerta de troncos que era obligatorio cerrar y nos obligábamos a no respirar durante el caminito que serpenteaba a través de una vegetación exhuberante. Árboles caídos que saltar, flores y hierbas. El no respirar era por las ortigas, que podían dejar nuestras piernas doloridas y llenas de erupciones y unos a otros nos decíamos que sin respirar evitábamos esos efectos.

Y por fin llegábamos. Se abría un claro en ese bosque y la poza, bañada por un sol radiante, nos brindaba sus aguas para pasar una tarde estupenda. Colocábamos nuestras toallas en un prado cercano y corríamos, valientes, a zambullirnos en las frías aguas del Lozoya que por aquellos tiempos corrían limpias y tranquilas.
Tras el chapuzón que podía durar un minuto o media hora (dependiendo de lo fría que corriese el agua esa tarde) nos poníamos a jugar, a las cartas, a los dados. Si el grupo era muy numeroso intentábamos hacer la pirámide de "Con ocho basta" una serie de televisión que echaban en aquellas fechas y que solía acabar con un montón de niños y niños desparramados por el prado y muertos de risa.
La tarde se hacía corta, porque, en poco tiempo, cuando el sol comenzaba a bajar los mosquitos hacían acto de presencia. Si un día nos retrasábamos un poco podíamos llegar a casa llenos de picaduras, o de las ortigas o de los mosquitos, así que en el momento en que uno daba la voz de alarma todos nos preparábamos, recogíamos nuestras cosas y hacíamos el camino de vuelta.
No sé porqué hoy recordé estas tardes de verano. He vuelto a ver a mis amigos de entonces y mi mente da para recordar muchos de los nombres. Nico, Dani, Julia, Ángel Luis, Carlos, Yolanda, Margarita, Pedro, Gema, Merche, Mario, Óscar, Marijuli, Pepito, Carolina, Chichus, Roberto, Macu, Luis, César, Alex, Pablo, Angelito, Beatriz, Almudena, Blanca... y otros muchos. Ahora somos todos cuarentones, e incluso algunos ya no están, pero estoy segura de que ellos recuerdan aquellos días de los veranos de fines de los setenta y principios de los ochenta con el mismo cariño que yo. Va por vosotros.